Cerca de mi colegio pasaba un
río de tinta. Corría oscuro, rumoroso, cantarín. Cuando en la asignatura de lengua
la Seño Esperanza me veía ponerme roja, bajar los ojos y retorcerme el llanto, daba
una fuerte palmada que apartaba de mí la atención de mis compañeros y terminaba
la clase con cualquier excusa. Luego me cogía de la mano y decía: “vamos a
bañarnos al río”, aún sabiendo que a mí me daba pánico. Yo apenas conseguía
nadar. Daba unas brazadas, mientras convertía la tinta en letras, las letras en
palabras, pero luego empezaba a hundirme, me faltaba la respiración, me
faltaban las frases y la Seño tenía que sacarme del pelo antes de que me
ahogara. Era tan fácil para ella… Se sentaba en la ribera, mojaba los pies en
la orilla y escribía sus artículos del periódico como si nada. La realidad
estaba ahí, mojaba la pluma y la hacía corpórea, magia sobre el blanco papel.
Pero mis pensamientos no se dejaban teñir, bullían en mi cabeza, se reían de mí
y huían a la carrera como fantasmas temerosos. Ella insistía e insistía, y me
hacía mojar la lengua en el río, mojar las manos y, era verdad que allí estaban,
formas negras como lombrices traviesas, pero solo conseguía sacar vocales y
consonantes sueltas. La Seño Espe me regaló una preciosa caja de galletas y me
dijo que las fuera guardando todas, como joyas preciosas, hasta el día que pudiera
escribir esta historia.
Microrrelato seleccionado entre los 10 primeros finalistas, de entre más de 900 relatos, en el Concurso de Zenda Libros, #MiMejorMaestro